jueves, 14 de abril de 2011

De amores imposibles

La conoció por casualidad, como se conocen los grandes amores, el caminaba a solas, por las viejas calles de Buenos Aires, sus pasos denotaban más una gran nostalgia que algún otro sentimiento existente, bajó del autobús y apenas había caminado unas cuantas calles cuando tropezó sin quererlo o quizás queriéndolo desde hacia tiempo, con la sonrisa más linda que jamás sus ojos habían descubierto.
No supo que decir, ni que hacer, ni nada que pudiera acercarle a la existencia de la chica que estaba allí, a cinco centímetros de su respiración, se le quedó viendo, de los pies a la cabeza,  la reconoció perfecta, sin un ápice de otra cosa que no fuese belleza, quiso decirle que el verle le removía en su interior los más inusitados sentimientos, que al contemplarla el corazón quería escapársele del pecho.
Quiso contarle de las noches en las que ella era compañera de sus desvelos, emperatriz de su silencio, hubiese querido decirle que no hacía más que pensarle, aún cuando sabía que su amor era inalcanzable.
Pero no, no supo más que decir que la misma frase que repetía cada tarde que se la encontraba allí, en el mismo sitio, con la mirada fija en el cielo:
“Sino fueses una estatua, si pudieses presentir lo que mis brazos te anuncian, te dejaría de amar en silencio y podría decirte, cuanto te quiero”
Y siguió de largo, por la avenida Florida, con el recuerdo de su amada estatua, con sus amores, con la esperanza de verle la siguiente tarde, con la sonrisa extasiada en la melancolía

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